Nuestra naturaleza humana nos lleva desde el inicio de la vida a estar en contacto con el cuerpo de nuestra madre biológica. Es en el parto donde experimentamos la primera separación física, sin embargo, ésta no podrá mantenerse durante mucho tiempo puesto que necesitamos del cuidado de otros para poder sobrevivir en este mundo.
Estamos programados genéticamente para establecer vínculos afectivos con los demás, no podríamos desarrollarnos física y psicológicamente de manera sana si no fuese gracias a los lazos que establecemos a lo largo de nuestras vidas con otras personas.
La vivencia de soledad ha sido tema de reflexión a lo largo de toda la historia del ser humano. Experimentar la soledad, en la mayoría de estas reflexiones, se acompaña de una connotación negativa que lleva a los seres humanos a sentirse inmersos en emociones como la ansiedad, tristeza, culpa, enfado y abatimiento.
Por otro lado, existen vivencias muy satisfactorias en cuanto a la soledad cuando ésta es buscada deliberadamente para cubrir necesidades internas como el descanso, la meditación, conexión con uno mismo, o simplemente disfrutar del silencio y desconectar del mundo social.
Podríamos afirmar que la soledad se experimenta de manera positiva cuando sentimos que no estamos solos. Cuando somos conscientes que contamos con personas emocionalmente disponibles para nosotros que cubren nuestras necesidades de seguridad, confianza y cuidado. Es entonces, cuando la posibilidad de alejarnos y buscar nuestro momento de soledad se vive de forma placentera y gozosa. Cuando además disfrutamos de nosotros mismos, en ese silencio, en esa retirada del contacto con los otros.
Por el contrario, cuando nuestras necesidades afectivas no están cubiertas, entramos en una búsqueda imparable de contacto social. Buscamos rellenar nuestro vacío personal y social poniendo en marcha distintos mecanismos algunos más adaptativos que otros, o bien, alimentamos aún más nuestra condición solitaria rechazando y aislándonos aún más por el miedo a que sean los otros los que determinen su oposición a estar en contacto con nosotros.
Nuestras experiencias tempranas van a determinar nuestras primeras vivencias en nuestras relaciones sociales. ¿Comenzamos el camino sintiéndonos acompañados? ¿Había quienes nos escuchaban y nos miraban haciéndonos sentir que existíamos y éramos deseados y valiosos para los otros? ¿Aprendimos de nuestros adultos habilidades que nos sirviesen para crear y fortalecer nuestros lazos afectivos?
El contacto y la separación, la unión e individualización, la dependencia e independencia son estados constantes del ser humano. No podemos vivir constantemente con el otro, ni tampoco, sin el otro. Aprender a regular estas dimensiones de forma equilibrada es sinónimo de salud mental.
Te einvito a reflexionar sobre cómo es tu relación con la soledad, si la disfrutas, la evitas o, incluso, cuáles son tus dificultades y habilidades más presentes que incrementan o dificultan tus experiencias personales con amigos, compañeros, familia, pareja, etc.
Aprender y desarrollar habilidades sociales, por un lado, y trabajar en nuestra propia gestión emocional son objetivos que deberíamos potenciar todos y cada uno de nosotros. Es un camino arduo en muchas ocasiones, si bien, con esfuerzo, motivación y constancia podemos emprender un viaje que nos lleve a sentirnos satisfechos y mejorar nuestro entorno social y afectivo.
Noelia Valladolid Baringo
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